Hay un consenso bastante generalizado entre los analistas
sobre que, en la actualidad, es constatable la creciente incapacidad de muchos
ciudadanos para ejercer con rigor su voto y tutela democráticos. Gran parte de
la ciudadanía se desentiende de lo público común y se retira a lo privado, ya
sea a un ocio banalmente reducido a mera diversión, ya sea profesionalmente a
un trabajo superespecializado y fragmentario.
La evolución de la sociedad moderna ha tendido a magnificar
la vida privada en detrimento de la pública, de la política colectiva y de la
buena salud de la democracia. Puede parecer una paradoja, pero la misma
modernidad que edificó la democracia, la está banalizando o debilitando su
salud a medida que desvía los esfuerzos e intereses de los ciudadanos hacia lo
privado. Por una parte, la vida profesional “privada” concentra y exige cada
vez más los esfuerzos continuados de la población. Además, otra amplísima parte
del tiempo y disponibilidades restantes se dedican a una vida aún más “privada”
de ocio, consumo y diversión.
El ciudadano moderno siente una indudablemente fuerte
presión para que mantenga y acreciente su capacitación productiva, profesional,
especializada y experta. Sin ninguna dura siente una muy similar presión para
consumir los más variados productos y llenar satisfactoriamente su tiempo de
ocio y esparcimiento. Nada que objetar a todo ello pues son claramente las dos
dimensiones clave de la actual sociedad avanzada: conocimiento y alta
productividad tecnológica, pero también consumo y espectáculo. No obstante
muchas veces se obvia el precio pagado por ello, el costo subyacente de relegar
a la vida política “pública” a un segundo plano. Por ello languidece y se
debilita la exigencia ciudadana de atender colectiva y democráticamente a las
dificultades globales crecientemente complejas de las sociedades actuales.
Evidentemente no olvidamos que, desde hace décadas, las
posibilidades de la representación democrática minimizan el creciente interés y
obsolescencia cognitiva de los ciudadanos frente a los complejos problemas
públicos. Se considera y se tiende –a nuestro parecer excesivamente- a
desplazar muchas cuestiones del debate ciudadano, remitiéndolas a la decisión
(o al menos mediación) de “comités expertos”, de “informes técnicos” o de los
foros políticos “profesionales” dentro y fuera de los partidos. La poca preparación
o disponibilidad de los ciudadanos para hacerse cargo de todos los complejos
entresijos de lo público y de lo político es la causa de la actual incultura
política y debilidad democrática. Ahora bien, suele ser una razón muchas veces
esgrimida pero pocas veces analizada a fondo y, aún menos, con decidida
voluntad de enmendarla.
El resultado es claro: cada vez más importantes asuntos que
atañen a todos y afectan al común se deciden en canales para-democráticos
alejados de la ciudadanía, del ejercicio más directo de la democracia y
limitados a expertos y políticos profesionales. No es extraño, en
contrapartida, que gran parte de la política democrática (a veces simplemente
“demoscópica”) pase a centrarse en la lucha para influir emotivamente en el
cuerpo electoral a través de los grandes medios de comunicación.
Extraído del Ensayo: La sociedad de la Incultura. Autor: Gonçal Mayos
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